Sentido de Pertenencia
- Victor Martinez
- 27 mar
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 29 mar
La noche se cernía sobre nosotros, envolviendo con su manto oscuro la casa señorial de los Fretes en el pueblo de Acahay. Era el ya lejano 2022. Las primeras risas brotaron como chispas en la penumbra, iluminando rostros familiares que, pese al tiempo y la distancia, se reconocían al instante. Habíamos arribado desde diversos rincones y caminos de vida, pero al fundirnos en abrazos, comprendimos que ni los años ni los kilómetros podrían deshilvanar los lazos que nos unían. La reunión familiar, tan esperada, adquiría en este pueblo de calles apacibles y naturaleza desbordante un significado aún más profundo.
Bajo la sombra protectora de los mangales centenarios, en el jardín familiar meticulosamente cuidado, se encendió el fuego. Las llamas danzaban al compás del crepitar de la leña, anunciando el inicio del suculento ryguasy guiso al disco, especialidad del primo Santiago. En la gran mesa de madera, testigo de incontables celebraciones, se desplegaban otras delicias tradicionales: la sopa paraguaya, dorada y esponjosa; empanadas caseras recién horneadas, exhalando aromas tentadores; y una olla humeante de mandioca, cuya blancura contrastaba con el verdor circundante. Las manos laboriosas de primas, primos y sobrinas no cesaban en su quehacer, añadiendo con esmero cada detalle al festín.
La música irrumpió sin demora, como un río desbordado que inunda cada rincón. Guitarras y arpas se unieron en armonía, tejiendo acordes de polcas y guaranias que se entrelazaban con el susurro del viento en los árboles. Alguien entonó "Mokoi guyra’i", luego “Lidia Mariana” y pronto, como si una fuerza ancestral nos guiara, todos nos unimos en coro. Cada nota resonaba en lo más hondo, evocando el eco de nuestras raíces e hIstorias. Los niños correteaban, sus risas cristalinas se mezclaban con las voces de los mayores. Primos y sobrinos compartían anécdotas de tiempos idos, y en cada relato revivíamos a aquellos que, aunque ausentes en cuerpo, permanecían presentes en el alma.
El clímax de nuestra reunión fue la ascensión al imponente Cerro Acahay, al otro dia.
Elevándose majestuoso en el corazón del Departamento de Paraguarí, el Cerro Acahay que se erige como un testigo silencioso de innumerables historias que han tejido el devenir de Paraguay. Con sus 560 metros sobre el nivel del mar, esta formación volcánica inactiva, parte de la Cordillera de Ybycuí, ha contemplado el paso de generaciones, siendo guardián de tradiciones, leyendas y memorias colectivas.
El Cerro Acahay, y en cuyo alrededor, la comunidad de Acahay floreció, fundada en 1783 por el gobernador Pedro de Melo, también ha sido fuente de misterios y relatos populares. Este pueblo, ubicado a unos 103 kilómetros de Asunción, ha mantenido vivas sus tradiciones agrícolas y ganaderas, mientras el cerro observa impasible el devenir de sus habitantes.
La caminata nos condujo por senderos tapizados de verde, donde el aroma fresco de la tierra húmeda se fusionaba con el canto melodioso de los pájaros. Internarnos hasta el nacimiento de aquel arroyito escondido en la frondosa vegetación virgen fue una experiencia casi mística. Allí, en el corazón del bosque, el agua cristalina emergía de las entrañas de la tierra, susurrando secretos ancestrales, recordándonos la pureza y la maravilla de la creación.
Nos quedamos en silencio, absortos, contemplando la escena. Fue un instante de comunión profunda, no solo con la naturaleza que nos rodeaba, sino también con nuestra historia compartida, con el pueblo que nos acogía generoso, con las raíces de amor indeleble que nos sustentaban.
Así, el Cerro Acahay permanece, inmutable y eterno, como un guardián de la memoria paraguaya, observando en silencio el fluir del tiempo y las historias que se entrelazan a sus pies.
Al declinar la tarde, cuando el cielo se tiñó de tonalidades ámbar y el aire se impregnó del aroma de la leña encendida de los ranchos alrededor, supimos, sin necesidad de palabras, que esa reunión quedaría grabada a fuego en nuestra memoria.
Acahay nos había obsequiado, una vez más, el tesoro más preciado: el sentido de pertenencia, la alegría del reencuentro y la certeza de que, sin importar las vicisitudes del destino, siempre seremos familia.
(Gracias, Viole, por avivar en nuestra memoria aquellos días imborrables)

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