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El guardián del río: recordando al tío Adolfo

  • Foto del escritor: Victor Martinez
    Victor Martinez
  • 24 may
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 1 jul


En el corazón del vasto y silente ribera del Chaco paraguayo, donde el río Paraguay traza con paciencia la memoria líquida de un país, vivió un hombre que no quiso ser héroe ni mártir, sino, en sus últimos años, testigo fiel de la belleza y del dolor de la naturaleza. Se llamaba Jorge Adolfo von Tümpling, y aunque su apellido hablaba de raíces alemanas, su alma tenía la textura y el color del barro guaraní.


Nacido en Puerto Antequera en 1938, Adolfo fue el hijo de un pionero que trajo consigo sueños de prosperidad y trágicamente partió demasiado pronto. El niño que alguna vez miró con asombro los remolinos del río creció entre libros y brazadas, primero en Asunción, donde aprendió a nadar contra corriente —en la piscina y en la vida—, y luego volvió, como hacen los que saben que el destino no está en las ciudades, sino en las raíces.


De vuelta en su tierra natal, Adolfo no solo se reencontró con los peces y los atardeceres incendiados sobre el agua, sino con una misión secreta que el río le había confiado desde la infancia: ser su voz y su guardián.


Pero esta historia no es solo la de un ecologista y escritor. Es, ante todo, la de un tío entrañable, el tío Adolfo, que hablaba con la misma ternura de los surubíes. (y muchas veces con voz de trueno), que de sus numerosos sobrinos, hijas y queridas hermanas, a quienes amó con una devoción inquebrantable. En cada cuento que escribía, en cada jornada de pesca, en cada caminata por el monte o en cada reunión familiar, dejaba caer una semilla de sabiduría, humor y "dulzura" cono su peculiar forma de decir las cosas. Decía que una buena historia era como el río: “siempre encuentra por dónde seguir su curso, incluso cuando parece bloqueado”.


Y si el río le regaló su misión, fue en San Pedro donde encontró el amor que marcó su vida. Allí, una joven sampedrana le robó el corazón con la misma naturalidad y pasion con la que florecen los lapachos en agosto. Juntos compartieron décadas de silencios cómplices, de mate al amanecer y de luchas por una vida digna junto al río. Ella fue su compañera fiel, su ancla y su refugio.


Fruto de ese amor nacieron sus tres pequeños tesoros: hijas que crecieron escuchando cuentos de peces que hablaban, aprendiendo a cuidar lo que no se ve, pero se siente —el alma del río, la ternura en el trabajo, la fuerza de la humildad. Hoy, esas hijas que criaron juntos a la ribera son mujeres profesionales, ejemplares en su labor y en su humanidad, herederas del corazón firme y sensible de su padre.


El hombre que escribió sobre peces que lloraban y bosques que se marchitaban por el olvido humano, también sabía leer las risas de sus sobrinos y descendencia, como un mapa del futuro. Para ellos construyó miradores y ciclovías, para ellos defendió los humedales, y para ellos dejó escritos que son al mismo tiempo cartas de amor y llamados de alerta.


En los relatos de Adolfo, los peces tienen nombres, los árboles recuerdan y sus hermanas —esas mujeres fuertes y luminosas que fueron su sostén tras la pérdida del padre— son heroínas silenciosas que llevan la historia familiar en la sangre y en el canto. Y los sobrinos, dispersos por riberas cercanas y lejanas, llevan consigo la brújula invisible de su tío poeta del río.


Hoy, en Puerto Antequera, cuando el viento sopla entre los camalotes y una garza blanca se posa cerca de la orilla, es posible que alguien diga:


“Ahí va don Adolfo, en su canoa invisible, guiando al río con su voz de papel y su corazón de barro noble.”


Una vida,

Un río.

Un amor,

Una familia.

Una historia tejida con ternura y palabras.


Y un hombre que supo unirlos con el hilo dorado del amor y la memoria.




 
 
 

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