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Memorias de Chaco-í

Foto del escritor: Victor MartinezVictor Martinez

Cada década de nuestra historia, ha marcado a la humanidad. La de 1950, de posguerra mundial, significó un gran giro en el mundo, y nuestras sociedades de aquella época. Fue una década de grandes transformaciones y avances de la humanidad. Y el Paraguay, en el que vivíamos de nuestra primera década de vida de niños, no fue la excepción.


La primera parte de esa década, como nobel familia Martinez, nos tocó vivir en el Chaco paraguayo. Corría el año de 1954, y vivíamos en Chaco-í, un pintoresco pueblo a orillas del río Paraguay, justo frente a la madre de Ciudades, Asunción, debido a que, a mi padre, Don Aurelio, lo trasladaron al puesto de enfermería de dicho pueblo.


La vida de familia en aquel lugar era tranquila, lacónica y los días transcurrían con sencillez, a la sombra de la “gran ciudad”, y los difíciles tiempos políticos que se vivían, (el golpe de Estado de 1954, la acción militar encabezada por Alfredo Stroessner, Epifanio Méndez Fleitas, y Tomás Romero Pereira entre el 4 y 8 de mayo del mencionado año, y que derrocó del gobierno a Federico Chaves, pero también como producto de acomodamientos geopolíticos globales y el comienzo de la guerra fría contra el comunismo de la que nunca fuimos ajenos).


Pero a la margen y sombras de esos tiempos, nuestras vidas de familia transcurrían con sencillez, cargadas de aventuras, esperanzas, historias, anécdotas y personajes únicos que dejaron una profunda huella en la memoria familiar, y en especial, la de los hermanitos Martínez, Chongo y Chano.


Nuestros padres, tenían por vecinos, a la familia del Dr. Evaly, quienes fueron padrinos de bautizo de Chongo. Doña Victoria, su esposa, fue una mujer amable, bondadosa, valiente y emprendedora, y cuya familia poseía una gran e industriosa fábrica de ladrillos en las afueras del pueblo y que era fuente de trabajo para la mayor parte de la población chaquense.


La “olería”, de las más grandes e industriosas de la época, era la gran pasión y también el sustento de dicha familia. A menudo, los hermanitos solían visitarla en su casa, lugar de solaz alegría, y siempre con aroma de jazmin paraguay, por la tupida enredadera que rodeaba el patio exterior cerrado de la casa, y aunado a los aromas de buena comida y de ahí, incursionar a su fábrica, llena de misterios a nuestros ojos de niños, y distante unos 200 mts, de la casa y donde quedaban maravillados por la habilidad y destreza con la que los artesanos moldeaban los ladrillos de arcilla.


La casa familiar donde vivíamos, (por cierto, alquilada de los padrinos Evaly), era una pequeña y acogedora casita blanca, con un corredor que daba a la frescura del rio y la laconica y bulliciosa ciudad a lo lejos, se encontraba justo a unos pocos metros de la casa de Doña Victoria. Desde allí, podíamos disfrutar de la brisa fresca del río y escuchar el suave murmullo de las aguas correr inexorablemente a su encuentro con el gran Paraná. Nuestras vidas de niños transcurrían libremente, entre las alegres aventuras en el campo, el acompañar a Chula y Aurelio, incansables pescadores de costa de rio, viajes en canoa por el riacho aledaño, llenos de yrupés, trinar de innumerables especies de pájaros y travesuras con nuestros amiguitos.


Tenía la casita blanca, feliz morada de la familia Martinez, un par de elementos centrales, casi misteriosos y enigmáticos a los ojos y corta vida de 3 y 4 años de los hermanitos, y que la hacían más acogedora y placentera.


Una de ellas, era la vieja vitrola, ocupando un lugar de importancia, evocando y desenterrando sonidos mágicos que alegraban y llenaban la vida y un pasado lleno de música, y recuerdos en la casa. En el contexto de una comunidad rural, donde la tecnología moderna no siempre estaba al alcance de todos, la vitrola representaba un tesoro preciadísimo y una forma de entretenimiento y cultura para esta incipiente familia apartada del mundanal ruido.


La vieja vitrola se convertía en el centro de atención familiar durante las reuniones nocturnas y los momentos de ocio. Su presencia llenaba el ambiente con la música de preferencia de Aurelio y Chula, transportando de recuerdos de épocas pasadas y evocando emociones y recuerdos de tiempos más simples y románticos de la joven pareja.


Cada disco que se colocaba en la vitrola tenía su propia historia y significado. Podía ser una canción tradicional guaraní, una milonga argentina, jazz, swing o blues . La música fluía en la sala, acompañada por el sonido característico de la aguja al rozar el gramofono, creando una atmósfera de cálida alegria familiar.


La vieja vitrola también era un símbolo de nuestra conexión con el mundo exterior. A través de los discos y las canciones, también los habitantes de Chaco-í podían escuchar la música popular de la época y mantenerse al tanto de las tendencias musicales. Para muchos, la vitrola era una ventana hacia el arte y la cultura que se desarrollaba más allá de los confines de nuestra pequeña y apartada comunidad.


Además de su valor sentimental, la vieja vitrola tenía un aspecto práctico en la vida cotidiana. Antes de la era de la radio y los reproductores de música portátiles, la vitrola era una fuente de entretenimiento única. Las familias amigas de Chaco-í podían disfrutar escuchando música y compartiendo momentos especiales alrededor de este aparato emblemático.


Otro de los elementos, que marcaron nuestra existencia, era la bien surtida biblioteca familiar, que era un verdadero tesoro literario, lleno de obras clásicas y reconocidas de autores como Julio Verne, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Vargas Vila y otros autores. Estos libros, más allá de ser meros objetos, eran puertas hacia mundos imaginarios y emocionantes aventuras literarias de nuestros padres.


La presencia de las obras de Julio Verne en la biblioteca les permitía transportarse a lugares exóticos y vivir emocionantes viajes a través de sus novelas de ciencia ficción y aventuras. Desde "Veinte mil leguas de viaje submarino" hasta "La vuelta al mundo en ochenta días", cada libro era una invitación a explorar lo desconocido y soñar con nuevas fronteras.


Las obras de Alejandro Dumas, como "Los tres mosqueteros" y "El conde de Montecristo", eran una ventana a la época de los caballeros y las intrigas palaciegas. Estos relatos de valentía, honor y lealtad capturaban la imaginación de Aurelio y Chula, sumergiéndolos en tramas llenas de acción y personajes inolvidables.


La inclusión de Víctor Hugo en la biblioteca agregaba un toque de profundidad y emotividad a la colección literaria. Obras maestras como "Los miserables" y "Nuestra Señora de París" presentaban historias de injusticia social, amor y redención que impactaban y conmovían a los lectores. Estos libros invitaban a reflexionar sobre temas universales y a comprender mejor la complejidad de la condición humana.


La presencia de estas obras en la biblioteca de nuestros padres en Chaco-í, revelaban una apreciación por la literatura clásica y el deseo de sumergirse en mundos imaginarios. Estos libros no solo ofrecían entretenimiento, sino también la posibilidad de ampliar el conocimiento, desarrollar la empatía y explorar diferentes perspectivas.


Muchos años más tarde, ya en nuestros años adolescentes, entendimos que esa biblioteca se convirtió también así, en nuestro refugio intelectual y un legado cultural que nuestros padres nos heredaron y que lo abrazamos con gratitud. Estos libros no solo tuvieron un valor literario, sino que también nos transmitieron el amor por la lectura y la importancia de preservar y compartir el conocimiento. La biblioteca de nuestros padres en Chaco-í será siempre un recordatorio de la belleza, la riqueza y luminosidad que los libros aportaron a nuestra existencia.


Pero nuestras vidas de niños, no se limitaban solo a eso, ya que don Aureliano, este, un enfermero apasionado y profesional, como su capacidad de socializar y por otro lado un amante de la pesca, actos donde confluían sus sueños y esperanzas. En nuestro tiempo libre, acompañábamos a Aurelio en sus salidas de pesca. Juntos, como grupo familiar, remábamos río arriba en la pequeña canoa, buscando los mejores lugares para lanzar la liñada.


Pasábamos como familia, horas disfrutando de la serenidad del río, espantando mosquitos, y compartiendo historias, anécdotas y risas mientras esperábamos pacientemente a que los peces mordieran el anzuelo.


Por otro lado, doña Chula, con ese carisma característico de ella, de tomar tiempo en enseñarnos la importancia compasiva de cuidar de los demás, e insistir en nuestra educación, nos iban enseñando los secretos y valores que nos acompañarían por el resto de nuestras vidas.


En mis años de experiencia y deambular por este mundo, pienso que la historia de la humanidad está marcada por una serie de desastres naturales que dejan siempre una profunda huella en la memoria colectiva.


Uno de estos eventos trágicos, y que marcaron mi vida, ocurrió en el año 1954 en la región del Chaco, específicamente en la cuenca del río Paraguay, donde una inundación de proporciones catastróficas afectó a miles de personas.


Las lluvias intensas y otros factores provocaron que se generara un incremento significativo en el caudal e hicieron que el río Paraguay se desbordara, causando una terrible inundación en el pueblo y todas las localidades ribereñas a lo largo del recorrido del inmenso rio. Las aguas cubrieron las calles, arrasando con todo a su paso en el pueblo. El impacto humano de la inundación fue desgarrador. Miles de personas resultaron damnificadas, perdiendo sus hogares, cultivos y medios de vida.


El desplazamiento forzado de la población generó una crisis humanitaria, con escasez de alimentos, agua potable y condiciones sanitarias precarias. La falta de infraestructuras adecuadas dificultó las labores de rescate y atención médica, exacerbando el sufrimiento de las personas afectadas.


Tanto la icónica casita blanca, nuestra morada de familia, la casa y la fábrica de ladrillos de Doña Victoria, y la de todos los lugareños, no fueron la excepción, quedando sumergidas bajo las aguas.


Ante la tragedia, la comunidad se unió para ayudar a aquellos que habían perdido sus hogares y sus medios de supervivencia. El viejo hospital, a orillas del riacho Pajaguá, se convirtió en un refugio temporal para las familias afectadas, incluida la nuestra. Aunque la situación era difícil, allí encontraron apoyo y solidaridad.


En medio de la adversidad, como hermanitos descubrimos una nueva faceta de nuestro padre. Como enfermero, se volcó de lleno en la atención de los heridos y enfermos que habían sido afectados por la inundación. Su dedicación y compasión inspiraron a muchos del pueblo, quienes decidieron apoyar y ayudar en todo lo que estuviera a su alcance.


Los días pasaron y poco a poco las aguas comenzaron a retirarse. Nuestra casita blanca y la de los padrinos, la fábrica de ladrillos de Doña Victoria, emergieron de nuevo, aunque dañadas y afectadas por la inundacion. La comunidad, unida, se puso manos a la obra para reconstruir lo que el río se había llevado. Aurelio, junto a Chula y otros vecinos, trabajaron arduamente para devolverle la vida y la esperanza al querido pueblo de adopción.


Con el tiempo, las heridas causadas por la inundación comenzaron a sanar. La fábrica de ladrillos de Doña Victoria, fuente principal de trabajo de Chaco-i, volvió a estar en funcionamiento, y nuestra casita blanca, recuperó su encanto.


Aquella inundación dejó una marca indeleble en nuestra memoria de niños, nuestros padres y de todos los habitantes de Chaco-i. Pero también dejó lecciones de resiliencia y solidaridad, recordándoles que, juntos, podían superar cualquier adversidad.


La casita blanca junto al Río Paraguay continuó siendo nuestro hogar familiar, por un par de años más, ya que al poco tiempo trasladarían a mi padre a tierras chaqueñas más norteñas, Pirizal.


Pero el río, a pesar de su fuerza avasalladora, siguió siendo una fuente de vida y alegría para todos los habitantes de aquel hermoso pueblo de nuestra niñez primera. Y Chaco-i, y sus historias, y habitantes permanecerían en nuestra memoria de vida por siempre.


Junio 28, 2023



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