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Las jangadas del Jejuí

Abelardo Rosa Flores

Actualizado: 10 sept 2020

Las jangadas dieron origen a la localidad de Barranquerita, hoy prácticamente convertido en un pueblo fantasma. En ese lugar concluían su travesía las jangadas hechas con rollos de madera, que por la avaricia del hombre, eran arrancados de la tierra donde por siglos reinaron en los bosques sampedranos. Con la inmisericorde embestida del hacha asesina, estos gigantes que altivos se alzaban hacia el cielo, caían derrumbados, como cayeron los grandes imperios de Roma, Grecia y otros tantos de la historia antigua.

Esos gigantescos árboles que parecían indestructibles, después de haber besado el suelo de la derrota, eran maniatados a sus pares con alambres de trinca en las frescas aguas del Jejuí, y como reos con destino a su presidio, unidos en su derrota iniciaban su lento pero seguro destino rumbo a la industrialización. Todo esto era para satisfacer la demanda insatisfecha de un país vecino, que a cambio de migajas y a modo de preservar su naturaleza, desangraban por décadas nuestros suelos guaraníes.

Estas largas caravanas de jangadas, que lentamente navegaban por las zigzagueantes aguas del Jejuí, descendían lentamente hacia su destino solo con la fuerza de la corriente del río. Una vez arribado al puerto de Barranquerita, eran liberados de sus ataduras, como se liberan a los animales para un breve descanso y para que puedan ver por última vez la rivera de su tierra nativa. Una vez que reposaban y que han grabados en sus retinas los últimos recuerdos de su tierra, eran vueltos a ser amarrados con unos gruesos cabos de acero de un guinche, para ser elevados y vueltos a ser bajados y encerrados en una oscura y húmeda cárcel a la que llamaban bodega. Ese era el final de las maderas que altivas ostentaron su señorío en la selvas del segundo departamento.

Quizás algunos hayan regresado a su terruño, pero nadie los pudo reconocer, debido a que volvieron transformados en productos industrializados. Algunos más privilegiados, lucieron sus figuras como gabinetes de televisores, otros menos favorecidos, derrotados y cabizbajos, volvieron como simples embalajes de manzanas del Valle del Río Negro para que luego de un breve paseo por los mercados, terminaran sus días convertidos en cenizas, bajo una olla de hierro en la cocina de una humilde vivienda en algún barrio periférico. Así nos robaron, las maderas los lapachos y los septiembres, como rezan los versos de Maneco Galeano.


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