Mi cálido nido de gestación era oscuro y aguado. Pero ya debía abandonar mi placentero lugar. Tal vez el mejor lugar de mi vida vivida hasta ese entonces, amparado amorosamente en la cobija del vientre de mí siempre amorosa madre. Los sonidos del exterior me llegaban apagados.
Movía con dificultad mis piernas y, mis brazos empujaban las paredes flexibles de mi hábitat.
Comencé a forzar tratando de evitar mi salida.
En el vano esfuerzo, sentía que iba escapando poco a poco. Finalmente, unas manos me aprisionaron fuertemente el cuello y mis brazos. Me estiraron, me dieron un teví jhepeté, tuve mucho frío y una intensa luz invadió mis ojos…la luz del único foco de la pieza.
Lloré… lloré mucho tiempo…
Mi llanto duró muchos años, me venía en cualquier momento. Mi padre decía que yo extrañaba mi fantástica vida de nueve meses con mi madre.
Mi madre me arropó y me quedé dormido.
Y lloraba en sueños.
Era el 14 de mayo. El pueblo de Coronel Oviedo estaba de fiesta aniversario de fundación.
Mi madre sintió ese día a la mañana las primeras contracciones del parto.
El hospital contaba con guardia mínima debido al feriado.
También era el día de recordación de la independencia de nuestra patria.
Los pobladores se preparaban para los festejos; el desfile de estudiantes, bomba pú, bailes populares y la fiesta de gala en el club tradicional.
A las 22 hs. De esa noche, mi madre dijo lánguidamente:
Aurelio andá rápido; ¡avísale a la doctora Elizabeth que venga a atenderme!!
Mi padre fue presuroso al centro de salud sobre Hércules, su bicicleta, donde le indicaron que la doctora se encontraba en el club participando de los festejos, hasta donde se dirigió corriendo.
La curiosa comitiva nocturna, compuesta por mi padre, la doctora y su esposo, también doctor; caminaba por las calles de tierra seca y pedregullo. Las luces de los faroles iluminaban débilmente cada esquina. Los sapos se divertían atrapando con su certera lengua a los insectos de la luz, quienes anunciaban el “amenazo” de lluvia.
Vamo rápido señora dotora… apuraba mi padre e iba iluminando los caminos oscuros con su linterna plateada, hasta llegar a la casa.
La doctora vestida con su ropa de fiesta y su esposo, elegantemente trajeado; ingresaron a la humilde habitación y se prepararon para realizar su primer parto en el pueblo.
¡Es un hermoso varoncito…!!! Anunció con júbilo la doctora después de los trabajos propios.
Mi llanto fue largo y sin lágrimas. Era el dolor de la nueva vida. Mi segunda vida. Ya estaba afuera, iniciando el nuevo camino, allí, a las 23:40 de la noche, en esa pequeña pieza y en mi polvoriento pueblo.
Mis padres tenían la esperanza de que esta vez viniera la nena, pero, con resignación y alegría a la vez, aceptaron a su cuarto hijo varón.
Es la voluntad del Señor, expresó mi madre, mientras me cobijaba amorosamente.
El 15 de mayo, día de la Madre, amaneció con un fuerte aguacero, como predijeron los bichos. Las chapas de zinc retumbaban en la pieza, por la intensa lluvia que caía del cielo. Abrí mis ojos por primera vez y observé a alguien que, parado en una cuna, me miraba con extraña curiosidad. Era blanco y regordete, pelo rubio muy fino y yo, desde entonces ya sabía que lo llamaría “El Gringo”, mi hermano.
Mis otros dos hermanos se acercaron a mí y me observaron detenidamente.
Ndera papá, no es nena! comentó Víctor.
¿Cómo pio le vamos a llamar? Preguntó Adalberto.
Raúl Gustavo!!, dijo orgulloso mi papá.
¿Y para su apodo, como le vamos a decir? Dijo uno de mis hermanos.
No sé, dijo mi madre, veremos más adelante, agregó.
El aguacero ya había viajado a otras tierras, con la verde campiña mojada y el sol resplandecía cálido, como eternamente lo hizo en el mes de mayo. Hasta creo haber visto un colorido arco iris, a modo de completar el poético paisaje casi celta.
Aureliano Mi padre preparó una cacerola con fideo moñito y carne y para el recién llegado al mundo, un nutritivo calostro maternal y festejar de ese modo toda la familia, la fundación de mi pueblo natal, la independencia de la patria, el día de las madres y mi natalidad.
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