Era una anciana caracterizada por el misterio. Su apariencia traslucía un respeto y un temor indescriptibles, empezando por su ropaje negro, que más se parecía a una mortaja que a un atuendo de calle; con su correspondiente pañoleta, medias, y calzados haciendo juego con el color de su indumentaria.
Todo en ella hacía imposible calcular su edad, su rostro enjuto marcado por los surcos profundos propios de quien ha vivido suficiente, no hacían más que aumentar la incertidumbre, ya que el mismo podía ser fruto de los años, o la marca de quien en sus pocos años había sufrido lo suficiente.
La incertidumbre se acentuaba, cuando sus ojos grises, opacados por el sufrimiento, sin vida, sin brillo, demostraban que tras esa apariencia espectral, había una anciana que solicitaba atención y misericordia, ansiosa de recibir un trato cordial y cariñoso, cosa que no inspiraba al poco observador.
Su orígen era tan incierto como su edad, no se sabía de dónde había venido, surgió con el pueblo. No se le conocían parientes, vivía sola, misteriosa, salía al atardecer, entrando la noche, y hacía su aparición en el poblado anunciando su llegada con el pequeño resplandor se su lamparita a querosén, que emitía un casi imperceptible destello, como sus ojos grises, que solo podían ser percibidos por aquel que tuviera el tiempo para mirar en lo profundo de la mecha de donde fluía esa llama.
En torno a su figura se tejían versiones fantásticas en cuanto a su conducta, no faltaban quienes juraban haberla visto volar en noches de luna llena, montada en su escoba de karanda´y; y que pasaba noches enteras sentada al lado de la tumba de quien decían era su hija, que reposaba en el camposanto, alejada del tiempo y del espacio, como el lugar donde se halla este cementerio, lejos del cotidiano y apacible entorno del pueblito.
Cuando hacía sus apariciones, acompañada de su lamparita y su canasta cuya antigüedad sí era cierta, a juzgar por las capas de polvo y grasa acumuladas en su empuñadura, no dejaba de visitar los boliches diseminados por el pueblo y algunas casas, mendigando en cada lugar, un poco de lo que cada uno le tenía preparado, completando así sus bastimentos, con un poco de aceite, harina, galleta, fideo, fariña, poroto, y otras provistas que la ayudaban a sobrellevar su pesada existencia.
Su encorvada figura, fruto de la descalcificación y el peso de la vida que cargaba sobre sus hombros, le daban un aspecto misterioso, inspirando una rara mezcla de temor, compasión, respeto, repugnancia, imposibles de describir, cómo su comportamiento.
Hoy sus restos descansan en una tumba olvidada; pero muchos quienes la conocieron, en cada atardecer pueden ver su figura imaginaria haciendo su aparición por el pueblo.
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