Doña Teresa Savorgnan, nuestra querida vecina del barrio Sajonia en Asunción, Paraguay, siempre tenía una presencia tranquila y acogedora. Era mediados de los años 50, y su casa, situada justo enfrente de la de mi abuela Ana, era un lugar que siempre despertaba nuestra curiosidad infantil. Allí, bajo la sombra de un enorme y frondoso árbol de tarumá que se alzaba majestuoso en el patio trasero de Doña Teresa, mi hermano Adalberto y yo pasábamos muchas siestas y tardes veraniegas.
El árbol de tarumá, el cual es un árbol con un tronco con base acanalada, que alcanza 30 m de altura, copa casi esférica, algo achatada, densa, de follaje denso, estaba siempre lleno de frutos en esa época, y el aire se impregnaba de un olor dulce y familiar. Su sombra era refrescante, un refugio perfecto para los días cálidos. En el patio trasero de la casa, se erigía quizá uno de los pocos árboles de tarumá que habia logrado resistir el avance imparable de la modernidad urbana. Era un testigo silencioso de lo que alguna vez fue el iconico barrio Sajonia, antes de que las calles empedradas y el desarrollo urbano invadieran el lugar. En sus ramas aún se percibía el eco de un tiempo pasado, cuando la naturaleza dominaba el paisaje.
Desde el porche de su casa, doña Teresa, con su característica mirada serena y una sonrisa discreta, solía saludarnos con un gesto leve pero siempre amable. Era una mujer de pocas palabras, pero su manera de ser nos envolvía con una calidez maternal difícil de describir.
Cuando Adalberto y yo jugábamos bajo el árbol de tarumá, siempre sabíamos que podíamos contar con la mirada amable y vigilante de doña Teresa desde su ventana o su porche. Si el sol era demasiado fuerte, ella nos ofrecía un vaso de agua fresca sin decir una palabra, solo con una sonrisa cálida. Cuando nos quedábamos fascinados escuchando la música de su vieja consola Grundig, su amor maternal se expresaba al invitarnos a su porche, creando un espacio seguro y acogedor donde podíamos dejar volar nuestra imaginación.
Y realmente lo que más nos fascinaba de doña Teresa era su vieja, pero raramente vista en esos tiempos, consola Grundig, que parecía transportarnos a otro mundo cada vez que la encendía. Aunque la consola estaba algo desgastada por el paso del tiempo, su sonido era claro y lleno de vida. Fue a través de esa radio que Adalberto y yo (de escasos 5 y 6 años) descubrimos la música clásica, un regalo inesperado que ella, sin saberlo, nos hizo.
Recuerdo que una tarde en particular, mientras jugábamos bajo el árbol, escuchamos las notas de una sinfonía que flotaban desde su ventana abierta. Mi hermano y yo nos quedamos quietos, como si una magia invisible nos hubiera detenido. Poco después, doña Teresa, que nos observaba desde la puerta, nos invitó a sentarnos con ella en su sala. Nos acomodamos, y en silencio, nos dejamos llevar por la música. La radio Grundig nos ofrecía tesoros: Bach, Beethoven, Mozart… nombres que poco a poco y años más tarde, aprendimos a reconocer y apreciar.
En fin, aquellas tardes y dias con doña Teresa nos marcaron profundamente. Ella, sin decir mucho, nos abrió una ventana a un mundo lleno de armonías y melodías que jamás habríamos imaginado. La música clásica, con su elegancia y complejidad, se volvió parte de nuestra infancia, y mas tarde adolescencia y hasta hoy, cada vez que escucho una sinfonía, no puedo evitar recordar aquellas tardes bajo el árbol de tarumanes, con doña Teresa y su consola Grundig llenando nuestras vidas de un sonido tan bello como eterno.
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