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Arturo

Foto del escritor: Gustavo Raul Martinez FloresGustavo Raul Martinez Flores

He aquí unas palabras en homenaje a un tío muy querido. Personaje inolvidable en los viejos parajes de varadero.



Cantina “La Perla” estaba en pleno apogeo. El ambiente cálido del tugurio contrastaba con el intenso frío de la noche.

Un denso humo de tabaco cubría las mortecinas luces del bar. Los hombres estaban bebiendo vino y charlando en grupo.

Mujeres nocturnas coqueteaban con sus amigos a cambio de aperitivos, cigarrillos y de algún posible intercambio de cariño alquilado.

"Adiós muchachos compañeros de mi vida…” sonaba un tango en el tocadiscos de la cantina, acompañando la milonguera y festiva noche de los zombis nocturnos.

Paredes descascaradas, viejos afiches, pisos y mantelitos a cuadros, completaban el escenario de la surreal concentración arrabalera.

Arturo salió a la helada noche abrazado a una mujer algo regordeta, de pantalón ajustado y chaqueta de cuero con cuello tipo peluche.

Caminaron por las desiertas calles del barrio San Antonio. El taconeo y las risas fueron apagándose poco a poco.

El desgastado empedrado brillaba a la luz de los faroles, atenuados por la espesa bruma fría del invierno. Caminaron lo que duraba un cigarrillo, cuando la muchacha le dijo:

"Aquí está mi casa, vamo entrar… “

Entraron al oscuro pasillo que conducía a innumerables laberintos de estrechos pasajes entre el desordenado caserío, de lúgubre aspecto y miserables condiciones.

“Mundo aparte” dormía su gélida noche, con techos de cartón y chapa, olor a carbón de brasero y esporádicos ladridos de perros.

Ingresaron a la pieza de tres por tres metros, que servía de dormitorio y cocina, de piso “lechereado” y paredes de madera terciada.

Arturo prendió otro cigarrillo y recostandose en la cama, se entregó a los brazos del amor.

Temprano a la mañana se despidió y se dirigió a su casa. Antes, pasó por el almacén de su amigo Velloso.

"Que haces aparato…” saludó Arturo.

Arturito, hermano!! ¿Cómo estuvo la noche?”, respondió Velloso.

Bien, pero me quedé sin cigarrillos. Fiale a tu amigo que te devuelve en la próxima changa.

Terminó su pitillo antes de llegar a la casa. A su madre no le agradaba verlo fumar.

Entró silenciosamente, pero doña Tránsito, de 85 años de edad, ya lo esperaba.

Cuidaba a su hijo como a un niño, a pesar de los muchos años de Arturo.

Ella tenía varios hijos, pero era a Arturo a quien más prestaba atención. Ese cariño de madre, sin límites, sin tiempo ni horario, se mantenía intacto hacia su querido y solitario muchacho.

De donde vení che memby?Preguntó la mamá.

De la casa de un mi amigo. Mintió Arturo.

Ya te preparé para tu desayuno, dijo amorosamente doña Tránsito.

Ella conocía de las andanzas de su hijo, pero nunca perdía las esperanzas que pueda tener mejor suerte. Rezaba diariamente a San Cayetano para que su hijo menor consiguiera un trabajo estable.

Arturo se sentía incómodo en su casa. No soportaba el dulce control de su madre ni la mirada acusadora de su solterona hermana. Definitivamente en la calle se sentía mejor. Desayunó y se preparó para salir de nuevo.

Mamá! me voy a la parada del 42, me dijeron que a lo mejor hay un trabajo, le dijo a su madre y despidiéndose con un tierno beso, recuperó la libertad.

En realidad no tenía donde ir.

Frente al Hospital de Clínicas encontró a su amigo Juan Pardale.

Mbaeico hermanito!! Saludó Arturo.

Bien chera’a dijo Juan.

Conversaron un momento y luego, cruzando el precario puentecito sobre el arroyo Jaen se dirigieron hasta el astillero en la bahía del rio. Encontraron en ronda de amigos a Chivo, Nadal y Basilio y se unieron al grupo. Así pasaron la fría mañana entre charlas y tereré.

Doña Gregoria, amiga de Tránsito, siempre con sus eternos rodetes en el cabello, terminó de cocinar un sustancioso caldo de mandi’i y había pensado en invitar a su buena amiga. Fue caminando con su vianda hasta la casa vecina a saludar a doña Tránsito y conversaron largamente sobre tiempos pasados en la enfermería del hospital. Arturo llegó al filo del mediodía. Doña Gregoria se despidió y Tránsito y sus hijos se dispusieron a almorzar la rica sopa de pescado y un cremoso arroz quesú calentito.

Al terminar la comida, Arturo fue al fondo del extenso patio trasero a fumar a escondidas de su madre. Luego se acostó y se durmió una larga siesta.

A las cinco de la tarde le despertó el olor a cocido quemado. La noche ya se hacía presente. Se bañó, pidió la bendición a su madre y enfrentó al viento sur que llegaba del río.

Cuidate que na mi hijo. Dios te bendiga…

Al salir, saludó al viejo loco Joaquín y se dirigió a la parrillada El Ceibo donde Arturo tenía una enamorada. Era cocinera del lugar. Robusta y obesa. Arturo la apreciaba porque ella lo quería con todos sus defectos y pocas virtudes. Era comprensiva y amorosa.

En una de las mesas encontró a su amigo Chebú disfrutando un vino tinto para combatir el frio. Se entregaron al abrigo de la conversación, de la bebida y de las doradas empanadas que generosamente enviaban de la cocina, obsequiadas por su amada, quien de tanto en tanto echaba una pícara mirada a su Arturo. Ponderaba lo feliz que veía a su querido, con la vida que llevaba, con sus amigos, el bar, su vino.

No creo que lo pueda cambiar… le gusta la bohemia. Decía resignada.

Fueron llegando más amigos y con ellos la guitarra, el canto y más vino.

A las dos de la madrugada cerraron la parrillada. Se acabó la música y se dispersaron los amigos. La cocinera se peinó y se maquilló. Arturo la esperaba en la cómplice oscuridad, la acompañó hasta la casa del barrio San Gerónimo, fumando su eterno cigarrillo. Caminaron amorosos y abrazados en la fría madrugada del barrio Varadero.

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